Por: Norma Márquez
Antes de septiembre de 1985 no
recuerdo haber experimentado ni remotamente un sismo como el que el día 19 a
las 7:19 de la mañana me impedía alcanzar mi zapato debajo de la cama. “Está
temblando” dijo alguien por ahí y, zapato en mano, salí de mi recámara
percibiendo el movimiento, pero el candil de la escalera me detuvo en seco. La
longitud del cable que lo sostenía lo hacía columpiarse con fuerza, a riesgo de
chocar contra la pared.