Por: Norma Márquez
Antes de septiembre de 1985 no
recuerdo haber experimentado ni remotamente un sismo como el que el día 19 a
las 7:19 de la mañana me impedía alcanzar mi zapato debajo de la cama. “Está
temblando” dijo alguien por ahí y, zapato en mano, salí de mi recámara
percibiendo el movimiento, pero el candil de la escalera me detuvo en seco. La
longitud del cable que lo sostenía lo hacía columpiarse con fuerza, a riesgo de
chocar contra la pared.
Tener 12 años me impidió ser lo
suficientemente razonable como para tomar aquello con seriedad. “Se sintió padre”,
pensé cuando mi sinrazón me dijo que ya había pasado lo peor. Y sí, tuve la
fortuna de no lamentar ningún tipo de pérdida, pero al salir de casa para ir a
la escuela supe que lo peor de 8.1 grados en la escala de Richter apenas
comenzaba para desgracia de muchos otros.
En la banqueta, luego de cruzar el
portón, pudimos ver el interior del edificio de enfrente debido al derrumbe de algunos
de sus muros, como una introducción de lo que estábamos por ver y saber. Semáforos
descompuestos, incertidumbre en el aire, confusión en las calles lo mismo que
en la escuela, donde era de esperarse escuchar historias de cómo y dónde
sorprendió a los demás semejante movimiento de tierra. Ahí supe que el edificio
de una compañera de mi hermana se derrumbó. Eso y regresar a casa minutos
después de haber llegado, fue la confirmación de una tragedia masiva y del caos
de la ciudad.
Hospital General |
Jamás antes puse atención a un
temblor, ni a sus grados de intensidad, mucho menos me interesaba conocer la
escala de Richter. Antes, pero oír que esto fue considerado un terremoto junto
con las noticias que poco a poco hacían mención de uno y otro edificio caído a
través de la radio, fueron suficiente para dar sentido a mi consciencia adolescente
por el dolor ajeno.
Edificio de departamentos en Pino Suárez |
Vaya lección. Treinta años se
dice fácil, pero encierran más que sólo la suma de años. Sirva este breve
escrito como un homenaje póstumo a quienes perdieron la vida y un sencillo
agradecimiento a una sociedad que dio muestra de solidaridad con lo que tenía,
con lo que podía, prestando su ayuda desinteresada a víctimas tan anónimas como
ellos, pues en ellos encontré mi principal aprendizaje, al que se sumó el
conocimiento de Niños milagro y de la Brigada de Rescate Topos.
Lo que fuera la Gran
Tenochtitlan y luego la honrosa Ciudad de México, hoy ha crecido en tamaño y
habitantes, pero también en consciencia con ese 19 de septiembre como un referente
para la difusión de simulacros, puntos de reunión, el “triángulo de la vida”, salidas
y escaleras de emergencia, alarmas sísmicas… ¿suficiente? No sé, pero 30
años después tendremos que estar conscientes de que cualquier medida que ayude
a salvar vidas nunca estará de más.
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