Por: Norma Márquez
“¿Es verdad que se vive sobre la tierra?
No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.
Aunque sea jade se quiebra,
Aunque sea oro se rompe,
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra.
No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.”
Netzahualcóyotl
Cantares mexicanos
Si todo por
servir se acaba, la vida es una de ellas, aunque los mexicanos le damos
continuidad a través de una de las fiestas populares más arraigadas del país:
la celebración del día de muertos. Frente a ella, el ojo extranjero mira perplejo
una tradición que pareciera burlarse del desconsuelo que acarrea la muerte de un ser
querido, mientras que el 1 y 2 de noviembre el mexicano hace de la eternidad
una algarabía tan cotidiana como la vida.
No hay burla
de por medio, y lejos de negarla, principio y fin se unen con suficiente júbilo
para inmortalizar cada año a quienes se nos adelantaron. Si todos vamos para
allá ¿por qué no conmemorarlos?, aún con respeto y cierta nostalgia pero ya no
con dolor, sino con color.
Cada región
de México varía en matices para tributar a sus difuntos, pero todas llevan la
misma intención. Por ello, he aquí parte de la historia, magia y secretos del
tradicional y honroso día de muertos, una fiesta de origen prehispánico que
persiste a pesar del tiempo y de las costumbres anglosajonas, ya sea visitando y
adornando la tumba de quienes se nos adelantaron o reuniéndolos en coloridas ofrendas,
evocándolos en un ritual donde la artesanía ancestral adoptada por los vivos
convive con el misticismo de los muertos, invitándoles algo de lo mucho que
apreciaron en vida.
“México lindo
y querido, si muero lejos de ti…”
Parte de las
costumbres prehispánicas fueron aceptadas por los evangelizadores españoles, de
ahí que las ofrendas mezclen aspectos religiosos con elementos que simbolizan las
creencias de los pueblos indígenas en cuanto a la vida después de la muerte.
Por ello no
es de extrañar la inclusión de cruces y la fotografía de los finados encabezando
la ofrenda como una manera de traerlos al aquí y al ahora, agregando veladoras
para iluminar el camino de las ánimas como aportación europea, aunque los
antiguos mexicanos utilizaron ocote para el mismo fin. Sin importar uno u otro
elemento, la luz alumbrará la ruta para que los muertos entonen: “…que digan
que estoy dormido, y que me traigan aquí”.
“Entre flores
nos reciben y entre ellas nos despiden”
Cualquiera
que sea, las flores siempre hacen gala en el recibimiento de un invitado de
honor ambientando el lugar, y en una ofrenda aportan más color junto con los
manteles de papel picado. Sin embargo, la nochebuena es a la navidad lo que el cempasúchil
es al día de muertos. De amarillo intenso, esta flor es ornamento indispensable
en una ofrenda, y deshojada marca la ruta que guiará al difunto al altar.
Flor de cempasúchil |
“De limpios y
tragones están llenos los panteones”
Por ello
habrá que deleitar a quienes se nos adelantaron con bebida y gastronomía típica
de cada región, sin que falte el tradicional pan de muerto, cuyo deleite se suma
a las calaveritas de azúcar que, por cierto, asemejan a los temidos tzompantli,
hileras de cráneos de los sacrificados en honor a los dioses en la época
prehispánica y que los españoles satanizaron considerándolos inapropiados. De
ahí que actualmente los dulces de alfeñique tengan grabado el nombre de los
difuntos para formar parte de la ofrenda.
“Sale un
verso sin esfuerzo”
Picardía e
ingenio literario caracterizan los versos de las llamadas calaveras, en las que
se personifica a la “huesuda” advirtiendo a sus víctimas o a manera de epitafio
humorístico para el difunto. Y qué decir de las calaveras estampadas, con la
flaca vestida de gala y color, como La Calavera Garbancera, mejor conocida como
La Catrina, que inmortalizara el ilustrador hidrocálido José Guadalupe Posada.
“Me quitarán
de quererte, llorona, pero de olvidarte nunca…”
Además de los
anteriores, muchos son los elementos que conforman la ofrenda del día de
muertos dependiendo de la región, pero en todas ellas el color caracteriza el
rito de la memoria, entre artículos para recibir al difunto y utensilios con
diferentes simbolismos, como la purificación con la sal, el esqueleto aludido
en el pan de muerto, las cañas como las varas donde se ensartaban los cráneos o
el uso de incensarios con copal para aportar fragancia y sublimar la alabanza. Todo sobre un petate a manera de lecho, en el que el difunto descansará tras su viaje.
Si bien la
evangelización europea fusionó las costumbres prehispánicas con la
conmemoración de los fieles difuntos y todos los santos, no debemos olvidar que
los antiguos indígenas ya concebían a la muerte como dualidad de la vida, incluso
la asociaban más a la fertilidad que a la desolación, venerándola en ofrendas
bajo la protección de Coatlicue y Mictlantecuhtli, deidades de la Tierra y el
inframundo.
Por ello, mientras
la huesuda nos alcance, de nosotros dependerá la persistencia de una tradición milenaria
que, si bien no nos devuelve a quienes partieron, nos los presta simbólicamente
para una afable convivencia llena de júbilo y raíces. No por nada la riqueza de
esta tradición es considerada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad
por la UNESCO.
FUENTES: Lome,
Emilio Ángel, “Muertos… ¡pero de gusto!” Editorial Altea Colección Tejedores de
la flor y el canto, México, 2002; UNAM, Biblioteca Digital de la Medicina
Tradicional Mexicana; Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos
Indígenas (CDI); Brújula de compra de Profeco; Rohde Teresa, Torres Blanco
Alfredo, “El día de muertos”, Editorial Patria Colección Piñata, México 2003.
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